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Hormigas - Fernando Rouaux


Oyó el primer silbido entre sueños y abrió los ojos en la oscuridad. El segundo llegó enseguida, desde afuera, entremezclado con el sonido de chicharras, grillos y ranas. Salió del rancho a una negrura casi absoluta asegurándose de no despertar a su madre ni a sus hermanos, siete cuerpos de formas y tamaños distintos distribuidos en colchones que cubrían toda la superficie disponible.

Cuando escuchó el tercer silbido de su compinche —un silbido igual al del zorzal— ya tenía las botas de goma puestas. Se acomodó el pelo y hurgó de reojo el cielo (rehusaba la mirada de su padre cuando hacía cosas que no le hubieran gustado). La cerrazón que encontró allá arriba le provocó un escalofrío. Del lado del Paraguay, todavía lejos en el horizonte, acechaban unos relámpagos que le hicieron persignarse y pedirle a la Virgencita de Itatí que lo acompañara; por si acaso, se acordó también de San Expedito, patrono de las causas justas y urgentes, y de San Luis Rey, San Luisito, patrono de su padre.

El camino hasta la tranquera lo siguió de memoria en la oscuridad. Con cada paso de su bota sobre la tierra húmeda, los grillos callaban por un momento. Cuando llegó a la tranquera, se agachó y pasó por el alambrado para no enojar a los perros del patrón. A unos metros de ahí, oculto en un pequeño monte, Cirilo lo esperaba impaciente, marcando el tronco de un mango con su navaja de bolsillo.

— ¡Ich, chamigo! ¡Llegaste! Vamos, que no hay que atrasarse, no.

Y sin más, dio media vuelta y comenzó a andar por el sendero que cortaba camino internándose por el monte. Antonio seguía sus pasos casi sin verlo. Caminando medio dormido, un poco soñando despierto.

Llegaron a la ruta de asfalto. Se escondieron en la zanja aledaña, envueltos por un remolino de mosquitos invisibles. En el cielo, el viento arrastraba las nubes a gran velocidad, acercando la tormenta rápidamente, pero más abajo el mismo viento sólo lograba hacer zumbar las copas de los árboles. A ras del suelo, el aire apenas se movía. Cirilo miró al cielo y los ojos de Antonio siguieron la mirada de su compinche. Las copas de los árboles se inclinaban hacia el sur y eso no le gustó nada: con el viento norte las víboras salen a andar y de noche se las puede encontrar dormidas en cualquier pastizal.

— ¡Nde várvaro! Sigue y sigue el viento norte —dijo Cirilo en voz queda— va a estar brava la mbói, sí. Veo que te compraste las botas. Vas aprendiendo, chamigo. Va a haber todo tipo de bicho como viene la cosa.

—Y bueh, si me muerden se llenarán la panza los chimangos —rio Antonio—. Conmigo, mucho para sacar igual no van a tener.

—Vamos a ir por otro sendero. Anduve mirando al anochecer por dónde andaban las manadas de los carayás en el monte, ahí. No sea cosa que nos pase lo de la otra vez.

— ¡Todavía me puedo sentir el olor de la mierda de esos bichos! ¡Qué lo parió, la puntería que tienen!

—Eso no va a volver a pasar. Casi nos hacen matar esos monos alcahuetes. Ya me anduve fijando adónde andaban buscando para dormir. Vamos a ir por otro lado, sí.

Se quedaron en silencio, esperando agazapados en los pastos. A los pocos minutos se oyó una sirena que se aproximaba a lo lejos. Los músculos de ambos se tensaron instintivamente, alertas, pero sabiendo que todo estaba en su lugar, no se movieron. Al rato se vio la luz potente que se acercaba, intermitente, y el ruido ensordecedor de un patrullero. Siguió de largo a toda velocidad por la ruta, como estaba previsto.

—Ahora esperemos un momento y vamos —escuchó Antonio.

El nerviosismo de esa espera luego de que la policía hubiera pasado era la parte más difícil para Antonio. Era una maniobra de distracción. Se hacía un llamado falso mandando al único patrullero que había en la zona hacia un lugar definido, a una distancia prudente. La policía no dejaba de acudir a esos llamados. A veces encontraban mercadería. Otras, a algún traidor.

—Listo, chamigo. ¡Vamo, carajo!

Se lanzaron a la carrera. Cruzaron la ruta. Al atravesar la zanja del otro lado y chapotear el pequeño, bajo pantanal que le seguía, las botas de Antonio se enfriaron de golpe y sus pies, aunque secos, le parecieron mojados de ahí en más. Pensó que la goma estaría pinchada. Trataba de hacer ruido, aun yendo en segundo lugar, para espantar a los yacarés que podían estar durmiendo en los juncales. Le pareció escuchar, al menos, a dos zambullirse sigilosamente.

Llegaron a un camino de tierra. Desde ahí pudieron ver el auto del Gordo. Cirilo silbó el canto del zorzal antes de acercarse. En respuesta, las luces de los frenos se encendieron dos veces. Se acercaron y entraron cerrando las puertas con cautela. El auto arrancó con los tres en silencio.

Anduvieron unos quince minutos por caminos de tierra que serpenteaban entre los campos. El Gordo manejaba con una mano en el volante y tomaba cerveza de lata con la otra. Conocía el camino de memoria. Por momentos, apagaba todas las luces del auto disminuyendo apenas la velocidad. En esos tramos, les dijo, las luces podrían verse desde el río, llamar la atención de Prefectura. Atravesando a ciegas la negrura del camino, Antonio tuvo la sensación de estar viajando por el fondo del mar. Finalmente llegaron a un arenal contra la costa del Paraná. Cirilo y Antonio bajaron y el auto del Gordo desapareció con rapidez.

El bote estaba escondido dentro de un cañaveral sobre la costa del río con dos pares de remos y nada más, como el Gordo había indicado. Desde el río, sin el obstáculo de los árboles, la tormenta mostraba su fuerza con más nitidez. Debían apurarse y ganarle al temporal, o todo se complicaría demasiado. Después de media hora de remar con gran esfuerzo para que la corriente no se los llevara más de lo que debía, pudieron ver la pequeña luz intermitente que les hacía señas desde el lado norte de la isla que se encuentra a mitad de camino entre Argentina y Paraguay. La isla es más bien un gran banco de arena abarrotado de vegetación tropical, infestada de víboras, arañas, mosquitos y todo tipo de insectos.

Al llegar, sin que pusieran un pie en tierra, un hombre a quien no le veían la cara arrojó dos mochilas al bote, cada una del tamaño de un chancho. No parecían pesar demasiado, y eso le llamó la atención a Antonio. Salieron en silencio, mirando de reojo la tormenta que se les acercaba. Al rato, cuando estaban ya en medio del camino entre una costa y la otra, Antonio no aguantó más su curiosidad:

—Cirilo, ¿qué hay? —preguntó en un susurro, sabiendo que las voces desde el río se escuchan a grandes distancias.

—Cigarrillos. Para las propias fábricas de cigarrillos son.

— ¿Por?

—Para vender sin impuestos. Muchos impuestos hay. Dicen.

—Por suerte —se alegró Antonio y quedó pensando en el dinero que estarían llevando.

Al llegar a la orilla argentina nuevamente, debían ponerse las mochilas al hombro y salir por un sendero que cruzaba el pueblo esquivando las partes más pobladas; pasar por terrenos con ganado, por otros baldíos de un brasilero, por detrás de un rancho cuyo dueño ha aprendido a no oír ni ver ni escuchar nada; luego bordear un camino atravesando campos hasta llegar a la ruta nacional del otro lado del control de la gendarmería. Allí estaría esperando el Gordo en el auto, vaciando cervezas en su estómago, listo para darles su dinero y llevarse las mochilas a la ciudad de Corrientes antes de comenzar su recorrido hacia el sur, donde los cigarrillos se venden por mucho más.

La tormenta los venía corriendo ya en el cruce del río Paraná. Al principio pudieron sacarle provecho, pues el viento los ayudaba a cruzar más rápido. Pronto los rayos empezaron a intimidarlos, los truenos se escuchaban con una fuerza ensordecedora, peligrosamente cercana.

Terminaron el viaje en silencio. No bien arrancaron la caminata y desaparecieron por la oscuridad del sendero zigzagueante comenzaron a caer las primeras gotas. Pegaban en la cabeza como si fueran minúsculas piedras. Al principio eran bien aisladas. Como si la tormenta no se decidiera del todo. Su tamaño, sin embargo, no daba lugar a dudas: cuando cayera la lluvia en serio, sería un diluvio y el camino se pondría imposible. Los numerosos vados, riachos y lagunitas que debían cruzar se desbordarían y el agua correría rápidamente en todas direcciones. Las víboras andarían nadando por ahí, al igual que las palometas (verdaderas pirañas que muerden todo lo que se queda inmóvil); los carpinchos saldrían de sus nidos, inquietos; los zorros buscarían tierras más altas para sus cachorros y de los yacarés mejor ni hablar. Nada estaría donde debía estar.

La lluvia no tardó en llegar. Se escuchó primero un rumor conocido, acompañado por el movimiento de las hojas de los árboles sacudidos, y en segundos más estuvieron empapados completamente, con el agua bajándoles por la espalda, las nalgas, las piernas, pegándoles la ropa al cuerpo. El ruido a su alrededor les hacía imposible escucharse el uno al otro.

Caminaron más de una hora ensopados, chapoteando en el agua que comenzaba a acumularse bajo los pastos y dentro de sus propias botas. Cada tanto se topaban con un alambrado. Lo cortaban con una pinza sin demoras y continuaban su camino en línea recta. La primera noche que salieron juntos, Cirilo le explicó que él no se iba a andar arriesgando para cuidar ganado del patrón de otro. Ellos, animales no tenían, ni nunca iban a tener por más que trabajaran toda la vida. No era problema suyo si el ganado se escapaba. Camino a la escuela, con frecuencia Antonio encontraba a la policía intentando arrear caballos fuera de la ruta o atendiendo algún accidente por un animal suelto. Era cierto lo que le dijo Cirilo. Ahí, el que no moría de viejo, moría en la ruta.

La lluvia se hizo aún más fuerte y en pocos segundos se transformó en un verdadero vendaval. Caminaron un largo tiempo bajo una cantidad inverosímil de agua que les impedía casi abrir sus ojos y los obligaba a bajar la cabeza, a torcerla para que no entrara en sus oídos, a respirar por la boca para que las gotas no se les fuesen para los pulmones. El viento sacudía furiosamente las copas de los árboles y los rayos caían muy cerca, estremeciéndolos. Caminaban con el agua por encima de los tobillos. Sus botas, que rebalsaban con cada paso, estaban pesadas, incómodas. Lo único seco seguía siendo el contenido de las mochilas, protegidas con gruesas envolturas de nylon.

Antonio se dio cuenta de que, aún para Cirilo, los lugares se habían vuelto ya irreconocibles. La lagunita que debía estar a la derecha y ser más o menos de este tamaño con un ibirá pitá en la orilla, ahora no existía, no tenía esas dimensiones ni esa forma. El árbol tal vez estaba en medio del agua, o tal vez más sumergido y la laguna llegaba hasta un alambrado que bordeaba el sendero. Todo resultaba muy confuso.

En una de las paradas para cortar alambres Cirilo sacó su celular del bolsillo. Les preocupaba la hora (lo único que el celular podía darles, señal nunca había en el campo). Estaban muy atrasados. Debían llegar a la ruta en veinte minutos. Aún les faltaban al menos tres kilómetros. Y en esas condiciones tardarían mucho más de lo habitual. El Gordo tal vez podría esperar algo más si todo estaba tranquilo, pero después tendría que seguir. Si no llegaban a tiempo tendrían que esconder las mochilas e intentar la entrega la noche siguiente, pero eso era demasiado riesgoso. Si las encontraba la policía, irían presos. Si se perdían, tendrían que pagarlas, pero sólo conseguirían entrar en un círculo vicioso que los llevaría al trabajo esclavo. Antonio había visto cómo pasaba eso; demasiadas veces.

Lo último que hizo el celular de Cirilo fue darles la hora cuando faltaban veinte minutos para estar en la ruta. En ese mismo momento, empapado como estaba, el teléfono dejó de mostrar cualquier cosa en su pantalla o emitir sonido alguno, como lo había hecho un rato antes el de Antonio. Tenían que llegar lo antes posible de todas formas, ya no importaba nada más.

Cirilo terminó de cortar el alambrado y pudieron ver, a lo lejos, la luz de un camión pasando por la ruta. Se alegraron, y eso les dio un resto de fuerza a sus piernas frías. Pero pronto Cirilo se detuvo, desorientado. Antonio paró detrás de él y le señaló la dirección hacia donde le parecía que debían ir. Cirilo negó con la cabeza, dudó. Todo era negro, todo era igual. Avanzó un poco más en otra dirección. Dudó otra vez. Se vio el resplandor de otro vehículo pasando. Pero la ruta era larga, y engañosa. Caminó unos pasos hacia el otro lado y luego, al fin, aceleró el andar, decidido.

En esa acelerada se alejó un poco de Antonio y luego desapareció repentinamente, tragado por el agua y la oscuridad. Antonio se escurrió el agua de los ojos con sus manos y los abrió muy grandes para poder ver alguna sombra de Cirilo, pero no lo logró. Se asustó y aceleró el paso, pero enseguida tropezó con él. Se agachó y a tientas descubrió que se encontraba tirado boca arriba, retorciéndose convulsivamente, rodeado de un agua más espesa (¿sangre? sintió un tibio olor a sangre), chapoteando como si estuviera peleándose consigo mismo. Escuchó a Cirilo dar un grito aterrador en medio del ruido de la lluvia.

— ¡Cirilo! ¡Cirilo! ¡¿Qué paso?!— lo tomó de la camisa y el pelo con violencia. Cirilo se movió apenas. Miró a Antonio.

— ¡Yacaré! ¡Añarakopeguare! ¡Me comió la pierna, yacaré!

Antonio miró hacia las piernas sumergidas de Cirilo. No podía ver nada. Tanteó debajo del agua. A la pierna derecha le faltaba un pedazo. Terminaba en hilachas de carne que se le enredaron en los dedos como algas. Cuando lo tocó, Cirilo gritó otra vez de dolor y Antonio retiró la mano de inmediato, aterrorizado.

—Me muero, Antonito, me desangro, sí. ¡Andá!, seguí derecho por ahí que llegás a la ruta con suerte. Andá, chamigo, andá con cuidado.

—Dejo mi mochila acá, Cirilo. Corro a ver si veo al Gordo y te mandamos la ambulancia.

— ¡Nde Tavy piko! ¡Boludo! ¡Andá! ¡Cuando llegue la ambulancia estoy muerto yo ya! ¡Me desangro por la pierna, yo! —gritó Cirilo y quedó inmóvil.

Antonio, sabiéndose rodeado de yacarés, marchaba sobre el agua sin moverse del lugar, tratando de decidir qué hacer con Cirilo. Finalmente dejó la mochila en el suelo, se sacó la remera, e hizo un mal torniquete en la carne deshilachada de la pierna de su compinche, cubriéndola para que no la muerdan las palometas y no perdiera tanta sangre, atrayendo más yacarés. Apoyó la cabeza de Cirilo sobre la mochila para que no se ahogara, y corrió en el agua como pudo en la dirección que le parecía haber visto la luz del camión.

En el Este ya aclaraba. Con cada paso que daba sentía que la mordida de un yacaré le arrancaría un tobillo. Pronto llegó a un alambrado. En vez de cruzarlo y continuar su camino para conseguir ayuda, se abrazó al poste como si fuera su salvavidas en medio del océano y subió ambos pies al alambre, lejos del alcance de los yacarés. Estaba exhausto, pero por primera vez en la noche se sentía a salvo.

Se quedó ahí, montado al poste hasta que aclaró, y recién entonces se animó a bajar un pie. La llegada del día aminoró la lluvia y lo tranquilizó un poco. El tiempo que pasó sin moverse, sin embargo, le había helado el cuerpo y tiritaba. Vació sus botas y se lanzó a caminar. Ahora podía ver con claridad el suelo y ya podía vislumbrar a gran distancia los autos pasando por la ruta. Sus piernas y brazos estaban entumecidos al principio, pero luego de un rato volvió a entrar en calor. Encontró la ruta nacional no muy lejos de ahí. El Gordo no estaba. Tampoco era ése el lugar de encuentro.

La lluvia ahora era apenas una suave llovizna. Se sentó contra un árbol, mirando pasar las ruedas de los vehículos con un ruido fugaz, salpicándole el cuerpo con diminutas gotas de agua barrosa. Debía decidir qué hacer. Podía volver a su casa. Ir a la escuela. Hacer como que aquí no pasó nada. Intentar contactar al Gordo. Escapar. Buscar ayuda. Esconderse. Entregarse.

Un carancho tironeaba de las tripas de una rana toro reventada sobre el asfalto. A lo lejos se veía un hombre en bicicleta. El día comenzaba y tenía que tomar una decisión.

Antonio se paró y volvió tan rápido como pudo, casi corriendo, adonde había dejado a Cirilo. No fue difícil encontrarlo, ya que los jotes sobrevolaban en círculos y revoloteaban en los postes y árboles cercanos a donde se hallaba, aún con un resto de vida. Cuando lo encontró, estaba rodeado de varios de esos buitres que no aguantaban las ganas de picotear. Con un brazo se tapaba los ojos, seguramente para evitar que las aves se los comiesen. En la otra mano tenía su camisa, con la que de vez en cuando espantaba como podía a los animales que se acercaban demasiado, levantándola y sacudiéndola débilmente. No podía ver bien bajo el agua, pero parecía que los yacarés u otra cosa le habían mordido parte de la otra pierna. Otros bichos, iguales a los buitres pero de plumaje marrón, esperaban algo alejados, eran docenas. Sobre unos árboles achaparrados, esperando su turno en la carroña, había al menos cinco caranchos, mientras que en el agua bullían las palometas que no podían resistir el olor de la sangre y parecían morder la carne expuesta. Antonio sintió horror al ver a su compinche en el centro de aquel espectáculo que tantas veces había visto alrededor de un animal muerto.

Se acercó, le quitó la camisa de la mano y buscó la navaja en el bolsillo del pantalón.

—Qué puta es la vida, Cirilo —dijo. Y le cortó el cuello.

Cargó las dos mochilas, una en la espalda, la otra como si fuera una novia en brazos, y así llegó a la ruta. Se acercó a un santuario del Gauchito Gil muy pintado de rojo y rodeado de gran variedad de flores. Miró en su interior. El paisaje era conocido para él: un pequeño espacio atiborrado de velas, botellitas con agua y bebidas alcohólicas, un chupete, fotos, animales de juguete, distintas partes del cuerpo de muñecos de plástico, una patente de moto, y otras cosas. Abundaban las imágenes del Gauchito frente a su cruz y de San La Muerte. Antonio le pidió al Gauchito Gil que lo ayude, que por favor lo acompañe y le prometió que siempre volvería a visitarlo para agradecerle si le iba bien.

Acomodó las mochilas una al lado de la otra en la banquina y se sentó de cara a los vehículos que venían desde la ciudad de Corrientes, alejándose de allí. Con la navaja de Cirilo abrió un tajo en una de las mochilas. Ya no llovía. Sacó un cigarrillo y se sentó a esperar.

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