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El vino y la virgencita - Juan Solá



Quién te va a querer así, puta y trompeada, me dijo. Me dolían los brazos y las piernas, los ojos y las costillas. Me abrazó y me pidió que haga silencio y el olor a vino barato me entró por la nariz y se mezcló con el olor a óxido de la sangre seca. Me dolían los dedos y las rodillas, pero lo que más me dolía era él. Él me dolía tanto que cuando vi mi reflejo en el espejo sucio de la habitación comencé a llorar de nuevo. Quién te va a querer así, puta y moqueando, me dijo. La virgencita apoyada en la cómoda me miraba. Ella también estaba llorando. Qué estás haciendo, Corina, me dijo la virgencita. Cerré los ojos y tenía puesto el vestidito rosado y las alitas de hada y no estaba volando, pero casi, porque iba sentada sobre los hombros de papá, que corría por la plaza y gritaba ¡vamos, hada Corina, mové las alas, tenés que aprender a volar sola!. Y miro para abajo y ahí está esa barba colorada y esa risa que es enorme y esa voz grave que me decía que nunca me iba a pasar nada malo. Qué estás haciendo, Corina, me dije, y Carlos me agarró del cuello y me pidió que no llore más, que nadie me iba a querer así, puta y arrugada. Fui hasta el placard y lo escuché reírse cuando vio que me ponía el vestido, que me quedaba como una remera cortita, y las alas de hada. Ya tenía quién me quiera así, puta, trompeada, moqueando y libre. Libre para siempre. Carlos quiso alcanzarme pero el vino no lo dejó. El vino o la virgencita, no sé. Escuché a los mocosos en el tren riéndose de mís alas, pero no me importó nada. Mis alas eran hermosas y yo también, a pesar de los veinte años que tardé en aprender a volar.

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